ÁFRICA


Todavía hay mañanas que el cartel de la entrada le provoca una sonrisa. Las lluvias tropicales y la indolencia del gestor del hospital hicieron perderse algunas de las letras de bronce, donde una vez ponía: “PABELLÓN DOCENCIA NORTE”, ahora sólo se distingue: “...BELLÓ… …..CI....NO.....” Él lo lee y le divierte imaginar que su viaje de argonauta solidario tiene como recompensa su particular vellocino de oro. Entra, desde hace más de un año, en un edificio de la época colonial sin reformar, los arcos de la fachada conservan disparos del golpe de estado. Es el único centro hospitalario y hasta que él no llega, también es el único blanco que allí trabaja. Ninguno de los trabajadores cumple con su deber. Los celadores juegan a las cartas apostando gallinas, las monedas de cambio real en la ciudad. Enfermeros y estudiantes de medicina dormitan por las esquinas. Las pocas mujeres que hay, todas encargadas de la limpieza, trafican con sus hechizos y remedios caseros contra todo mal. Los pacientes, los supuestos enfermos, son espectadores de las partidas de naipes, compañeros de siesta de los estudiantes o víctimas de las santeras. Cuando cruza el hall, los recepcionistas agachan la cabeza y dan los buenos días. Luego, atraviesa un pasillo estrecho y con cascarones de pintura verde para llegar a su despacho. En la puerta aún sigue el nombre del anterior médico cooperante. Se sienta en una silla de oficina, con la funda en el respaldo que recuerda la donación de la metrópoli, y espera a que llegue su primer paciente. A media mañana, cuando suele parar la lluvia, se asoma por la puerta un estudiante. Le parece el mismo que ayer y que anteayer.

    Fuente imagen: un cuadro de Pedro Canabal


_ Buenos días, doctor, con su permiso. ¿Tampoco hoy tiene visitas?

_ No, ¿es qué nadie sabe que estoy aquí?

_ Sí lo saben, doctor. Lo que pasa es que prefieren no molestarle a usted.

_ Pero ese es mi trabajo, atenderles.

_ No estarán tan enfermos cuando no acuden a usted.

_ Ya, bueno, ¿qué deseas?

_ Necesito su firma para pedir la beca, quiero acabar mis estudios en Europa.




Abre el primer cajón de la mesa y allí, solitario, un bolígrafo con el logotipo de su ONG espera a ser utilizado. No se detiene a leer el documento, firma donde le indica el estudiante y guarda de nuevo el bolígrafo en el cajón. Todos se comportan igual, se levantan sin dar las gracias, se quedan mirando la firma como si vieran un milagro y salen de la habitación para avisar al siguiente. Cada día atiende a numerosos jóvenes que aseguran ser estudiantes y que desean acabar sus estudios en la antigua metrópoli. Nunca recibe la visita de un enfermo. A la hora de comer abandona la consulta y nota como le rehuyen. Las salas se vacían, los murmullos enmudecen, las mujeres vestidas de la cabeza a los pies con colores llamativos se pierden en las sombras. Almuerza en un café regentado por un europeo, la comida es nativa pero puede beber vino de su país de origen. Suelen hacer sobremesa los dos blancos, nunca hablan de sus vidas de dedicación solidaria, de lo que han dejado en sus confortables hogares, sólo comentan resultados de las ligas europeas de fútbol. Con la tarde avanzada se dirige al parking del hospital. Allí le aguarda un jeep viejo con un conductor casi adolescente. En el asiento del copiloto está su maletín, lo retira a la parte de atrás y le hace al chico la misma pregunta de siempre.

_ ¿Alguna consulta en las aldeas?

Con la cabeza el conductor niega, mientras el médico se sienta a su lado.

_ A casa, entonces.


   Embarradas las ruedas dejan una estela sobre la grava del jardín. El vehículo se detiene junto a los escalones. Se despiden hasta el día siguiente. En el porche acostumbra a sentarse en una mecedora a esperar que anochezca. Observa cada atardecer a las canoas llenas de niños con las espaldas desnudas que van plateando a la salida de la luna. Vislumbra el brillo de los peces en las redes. Contempla como la bahía desaparece ante sus ojos. Sonríe a la noche saboreando la paz que ahora le rodea y recuerda el agobio de los turnos de urgencias en la gran ciudad. Toma aire, respira un trozo de selva que comienza al final de su calle, en las afueras de la pequeña capital africana. Le viene el sueño y se levanta para ir a la cama. Mañana esperará de nuevo a que entre un enfermo en su consulta.



Gustavo Adolfo Ordoño ©


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