Agencia EFE
Conozco Melilla por un antojo
paterno. Visité una Melilla que aún no estaba en la Unión Europea y con la
democracia titubeante en España porque mi progenitor había realizado el antiguo
SMO (Servicio Militar Obligatorio), la
Mili, en Melilla. Hacer la mili en Ceuta o en Melilla no tenía nada de
extraordinario para los jóvenes españoles porque eran destinos con mucha
demanda de tropas. Las ciudades norteafricanas de soberanía española vivían de
los acuartelamientos, muy nutridos de tropas, que albergaban. El turismo y el
estraperlo existían, pero la economía de estas plazas se sustentaba gracias al entorno
militar y sus necesidades.
Tuve suerte y diez años después
de esa visita nostálgica no me tocó en el sorteo de las quintas regresar
destinado como recluta a esa ciudad en el norte de África. Ceuta o Melilla eran
destinos aborrecidos por todos los futuros reclutas peninsulares; suponía estar
muy lejos de casa, de la novia y de la familia. Mi padre no tuvo tanta suerte y
desde 1963 realizó los dos años largos de mili que en esa época se hacía en la
villa melillense. Para él fue una experiencia excelente, de las mejores de su
vida, según contaba. Encontró allí su primer trabajo dentro de un banco (uno
que ya no existe, devorado por el Santander)
y acabó estudios de administrativo. Regresar a la península y ver a la familia
y a mi madre (ya eran novios) era muy costoso, en 24 meses sólo fue un mes de
verano y por eso había que “hacerse” otra vida en Melilla. Trabajó, estudió e
hizo amistades que serían para toda la vida. No es extraño que en el verano de 1980 quisiese regresar. Una
avioneta de hélices bimotor desde Málaga nos dejó algo mareados en el mini
aeropuerto de Melilla.
Tengo buenos recuerdos de esa
visita y a pesar de ser un adolescente me fijé en más cosas de las previsibles.
Sentí que estaba en una ciudad de provincias, como otras que en la península
habíamos visitado de turistas, pero con más banderas y estatuas de lo normal.
La simbología militar y franquista aún prevalecía en las plazas y jardines de
Melilla; por lo demás, una ciudad bella (tras Barcelona, el mejor exponente de
edificios modernistas), tranquila y acogedora. Desde hace siglos el comercio
mayorista y minorista está dominado por magrebíes, hindúes y judíos. La
marroquinería y los aparatos electrónicos (era puerto franco) fueron las
actividades mayoritarias de los comercios melillenses. Para los vecinos marroquíes
cruzar la frontera en el día y comprar productos melillenses que en Marruecos
no se encuentran o son más caros y revenderlos allí era y sigue siendo su
principal manera de vida.
En 1980 no tengo recuerdo de la presencia notable del África negra, subsahariana, en Melilla y alrededores.
Puedo atestiguarlo porque mi padre se empeñó en cruzar la frontera para acudir
a lugares relacionados con su mili. Las fronteras melillenses han estado
reajustándose hasta 1969 y por ejemplo el monte Gurugú (famoso por ser escenario bélico) formaba parte en la época militar de
mi padre de los campos de maniobras del ejército español. En esa ocasión lo subíamos
en un SEAT 124 alquilado y a cada curva había un destacamento militar marroquí.
Recuerdo las miradas más de extrañeza que de odio de esos jóvenes soldados
marroquíes y ahora no sé que mirada echarán a los miles de subsaharianos que se esconden entre los arbustos y pinares de ese monte.
Es probable que los subsaharianos que hoy día han asaltado las vallas de Melilla hayan estado escondidos en las
laderas de ese monte, un laberinto de senderos y caminos de curvas que suele
acabar en la ciudad o en las cercanas costas marroquíes. Lugar de entrenamiento
militar en los años 60, de ocupación militar en los 70-80 y de refugio para
inmigrantes del África negra desde los 90. Cuando leo o escucho las
explicaciones del ministro español de Interior, Jorge Fernández Díaz, sobre la
actuación de la Guardia Civil en el rechazo fronterizo de unos inmigrantes
ilegales que intentaban alcanzar la playa de Ceuta, la otra ciudad gemela
española en África, me encrespo tanto como decían estaban las aguas.
Me irritan esas explicaciones
porque recuerdo muy bien las playas de Melilla, una minúscula franja de arena
desde los pies de las murallas de la vieja fortaleza hasta el puerto moderno y
colosal que el gobierno marroquí ha trazado en la vecina Beni Ansar, en
alargada línea blanca de pesados monolitos de granito, para acosar a la soberanía
española. Las zonas de baño, de uso para turistas y bañistas, no son más que
dos o tres playas que no llegan al kilómetro de extensión y la más pegada al
promontorio marroquí estaba (y estará) llena de advertencias de peligro, por
las boyas y redes metálicas sumergidas y por el espigón en el exterior que
delimitan la frontera. No conozco Ceuta, pero debe ser un escenario muy similar. Son advertencias para bañistas o tripulantes de embarcaciones que
velan por su seguridad. Estas personas en el agua, echadas a un mar encrespado
el pasado 6 de febrero, debieron ser tratadas como bañistas a los que socorrer
y no como emigrantes irregulares que intentan cruzar una frontera. Cualquier explicación es
absurda con una quincena de ahogados.
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