A.K. (EFE); a través de internacional.elpais.es
El titular es que la extrema derecha avanza por Europa de una forma alarmante. En la cuna de la democracia
moderna, de la separación de los tres poderes, Francia, una formación de
extrema derecha obtiene un avance electoral sin precedentes. Los titulares son
que la revolución de Kiev que propició la caída del gobierno pro ruso ha sido
liderada y protagonizada por neonazis ucranianos ultra violentos (valga la
redundancia); sólo gracias a su fuerza bruta ha podido ser destituido un
presidente elegido por las urnas. Esa contundencia argumental no deja crédito
para las movilizaciones ciudadanas pacíficas, ni para las formaciones políticas
moderadas que reclamaban la dimisión del presidente Yanukóvich como única forma
de que su país fuese independiente de una vez por todas, libre de la influencia
rusa que marca su política interna y exterior desde 1991.
El extremismo es un mal con el
que convivimos en todas partes, expresión enferma de nuestras iras y defensa
irracional frente a nuestros miedos. El extremista no soporta la existencia de
formas de vida diferentes a la suya, es un naturalista radical que privilegia a
su especie porque tiene miedo a desaparecer, a perder su manera de vivir que le
da seguridad, es incapaz de adoptar otro tipo de vida. Todos podemos llegar a
ser extremistas, todos lo hemos sido alguna vez. En la tolerancia democrática
hasta se permite votar al extremismo (siniestro o diestro), es la paradoja con
la que se desarrolla una auténtica democracia y eso no la pervierte. Lo que la
perturba de verdad son actos como los del presidente Maduro de Venezuela, un
extremista temeroso de perder el poder por el que ya no hace ningún mérito
democrático.
Se pervierte la democracia cuando
se encarcela a tus opositores políticos, cuando se les anula las prerrogativas
de congresistas conseguidas en las urnas, cuando se purgan esferas de poder
eliminando al adversario, cuando se limita la libertad de información cerrando
medios que no siguen la línea editorial oficialista, cuando se replica de malos
modos sin ningún talante diplomático en las relaciones internacionales. Es el
extremismo político del miedo, similar como dos gotas de agua a la violencia
del extremista ultranacionalista, a la sinrazón de la extrema derecha, a la
radicalidad social de la extrema izquierda, o a la tiranía demagógica del
populismo extremo.
La globalización ha
interrelacionado los extremismos locales con los internacionales. Muchas de
estas reacciones extremistas, carentes de autocrítica, achacan al extremismo
supremo de la superpotencia mundial, Estados Unidos, toda la responsabilidad de
sus problemas y conflictos internos. En efecto, desde el 11 de septiembre de
2001 los gobiernos estadounidenses han radicalizado sus posturas miedosas de
autodefensa, de “protección de su especie”. Pero créanme cuando les digo que
EEUU nada tiene que ver con la conflictividad que se vive en Ucrania o en
Venezuela. Después de las aventuras criminales belicistas de Afganistán e Irak, Estados
Unidos está a la defensiva; eso sí, a la extremista defensa que roza la paranoia, misma consecuencia que vive la extrema derecha europea y el populismo
latinoamericano.
Por si alguien a estas alturas no
se había dado cuenta, Pax augusta tiene
una línea editorial extrema en defensa de la razón civilizadora, la paz social
y el bien común con políticas inteligentes en el interior de los países, la paz mundial y el bien global que puede facilitar la diplomacia conciliadora, con acuerdos y
tratados internacionales justos e igualitarios. Lo que ocurre es que aún no
hemos averiguado como extremar esta defensa sin usar la violencia o la sinrazón,
métodos que les va muy bien a nuestros adversarios, que no enemigos. Si tienen
alguna idea, esperamos sus comentarios. Gracias.
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