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La localidad vallisoletana de
Tordesillas, en el centro de la península ibérica, ha pasado a la historia por
haber sido el lugar donde portugueses y españoles se “repartieron” el Nuevo
Mundo, las tierras ignotas de las que trajo noticia Cristóbal Colón tras su
primer viaje en 1492. Un tratado que habla de lo maniqueas que eran las
relaciones ibéricas en la época y las grandes ambiciones de engrandecerse que
tenían los principales reinos del sur de Europa. Considerando cierta la teoría
que expone como ignorantes a ambas coronas de que esas eran, en realidad,
tierras de un nuevo continente, los términos del tratado resultan curiosos al
poner ya las fronteras de lo que luego sería América Latina con precisión casi
de satélite. En Tordesillas se ponían las bases de la ‘modernidad’ europea, al
abrirse la ciencia y la cultura del momento a nuevos parajes mundiales.
Hoy día Tordesillas es una
localidad modesta, a la sombra de la capital Valladolid, que vive del turismo
como principal motor económico y que se ve en los últimos años protagonista de
una polémica de los “tiempos modernos”. Una tradición festiva ha quedado
anclada en el tiempo medieval, justo la época que se superaba en 1494, cuando
se firmaba el Tratado de Tordesillas y con toda seguridad se lancearían toros y caballeros en armadura para festejar
tan provechoso acuerdo. Claro que lancear a un toro hasta morir en pleno siglo
XXI, cuando la misma “Fiesta Nacional” (el toreo) se ha puesto a debate y
prohibido en algunas zonas de España, resulta muy ‘desactualizado’, poco contemporáneo
y civilizado.
El ‘Toro de la Vega’ tiene orígenes
imprecisos, aunque lo de enfrentarse a una bestia está en uno de nuestros orígenes
culturales (grecolatino), parece que esta fiesta estaría emparentada con los
torneos medievales, que además de las justas entre caballeros, ofrecían como
espectáculo una lucha con un animal feroz y de gran tamaño (toros, osos, jabalíes...);
torneo que evidencia las influencias de los espectáculos de gladiadores
romanos. Pero apelar a la tradición histórica cultural para defender un
divertimento a costa del sufrimiento y muerte de un animal resulta muy
mezquino. Los defensores intentan emparentar esta barbarie con la fiesta
taurina, pero la única similitud es que al final muere un toro.
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En ambos casos el animal puede
ser indultado, si se escapa del cerco de acoso marcado en la vega o si hace tan
noble corrida que el público pida su salvación; circunstancias que casi nunca
ocurren. Lo que distingue al festejo taurino de la barbarie del ‘Toro de la
Vega’ es que durante el siglo XIX y XX los Toros se adaptaron a los tiempos, a
lo que la sociedad toleraba como violencia hacia el animal. Aún así se dice que
el filósofo Ortega y Gasset se quejó por poner los petos a los caballos de los
picadores, que la gracia estaba en ver las tripas del equino sobre el albero. A
los defensores “animalistas” estos argumentos de adaptación a la ‘modernidad’
de la fiesta taurina tampoco les convencerán, pero a lo que voy es en incidir sobre
la necesidad de buscar siempre medidas “adaptables”, en línea con
planteamientos de equilibrio.
En Tordesillas están orgullosos
de su “rito ancestral cultural” (así lo definen en la Web de ayuntamiento) y
recuerdan que tienen todos los permisos en vigor legales/culturales para
celebrarlo. Postura que hace complicado ceder ante una parte de la sociedad que
les reclama mayor adaptación a los tiempos y “evolución” cultural. En una época
donde la garantía y el respeto de los derechos humanos fundamentales son la
piedra angular de todas las sociedades (en teoría), esta premisa se ha
magnificado hasta alcanzar a los otros seres vivos que comparten el planeta
(ecologismo, defensores animales...etc.); lo que obliga a estos medievales
castellanos a, sino suprimir, “humanizar su fiesta”. Quizás con eliminar las
lanzas por brochas de pintura atadas a un palo...¡no se rían! Ganaría el
lancero que estampase primero su color en el lomo del toro. Es una idea, que
cedo sin coste alguno.
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