![]() |
Rita Barberá como motivo en una Falla. Fuente imagen |
El comportamiento de una cultura ante la muerte es objeto de
estudio de las ciencias sociales. Un acto tan individual como morirse, está
rodeado de factores colectivos. Aunque la muerte nos iguale a todos, no se
muere igual en Bakú que en Valencia. Y si la muerte es de una persona pública,
que ha compartido su vida privada con una existencia expuesta a la notoriedad y
el reconocimiento, las diferencias de actitud ante ese fallecimiento entre
pueblos y culturas se incrementan. El estereotipo más extendido en la cultura
española es que se suele ensalzar a la figura del fallecido.
Y por tópico no deja de ser cierto. Es una tendencia practicada desde tiempos
remotos. Al fin y al cabo, los muertos dejan de hacer daño si lo hacían y reafirman
su bondad cuando les empezamos a echar de menos.
La inesperada muerte de Rita Barberá este 23 de noviembre
pasado, abrió las ventanas de las casas de los españoles para ver montar nuestro
retablo de miserias morales y rencillas políticas. La senadora Barberá era una
persona de otros tiempos. O mejor, una persona con “otra mentalidad” que se
acoplaba muy bien a esos “otros tiempos”. Alcaldesa durante 24 años de la
tercera ciudad española, Valencia,
lo fue por mayorías absolutas y con grandes niveles de popularidad. Su forma de
gobierno, dicen sus críticos, era autoritaria. Sus maneras gestoras, coincide
todo el mundo por ser cierto, fueron derrochadoras y poco funcionales. Valencia
es una tierra de excesos, de derroches en apariencia inútiles. ¿Qué son si no
las Fallas? Pero esa costumbre de construir algo monumental para luego
prenderle fuego, es lo que más riqueza y sentido da a la vida de los
valencianos. El estilo de Rita Barberá
era un guante para Valencia.
Si hubiese muerto siendo
alcaldesa, en los buenos años, es probable que las alabanzas y halagos hubieran
alcanzado la hagiografía. Convertir en santos a nuestros muertos es muy
español, ocurre hasta en la atea extrema izquierda. Aunque Rita Barberá ha muerto en su año horrible, culminación de un lustro horribilis donde se convirtió en
la figura del retablo español representante de la corrupción política, y no puede alcanzar la categoría de santa. Está
recibiendo el reconocimiento positivo de
los compañeros de partido que hasta hace unas horas le daban la espalda. La hipocresía con los muertos se excusa más;
ahora la Valencia que no la votó en las últimas elecciones municipales está
poniendo flores en su casa y firmando en el libro de condolencias del
ayuntamiento. También ha recibido faltas
de respeto, que no tienen explicación alguna por mucho que se aplique la
doctrina política del “al enemigo ni
agua”.
En Valencia las fiestas acaban con una gran traca. La muerte de la senadora ha tenido algo de
traca final. No es que ponga punto y final a la corrupción política de la
que era supuesta partícipe, más bien ha sido un gesto excesivo, operístico como
su vida misma. Morir no le gusta a nadie y por mucho que estuviese sufriendo
por el trato de ninguneo y crítico recibido por políticos y periodistas
respectivamente, la alcaldesa Barberá
no se quería morir. Sin querer nos ha dado un do de pecho final que se ha llevado
más aplausos que abucheos, aunque ha dividido, como siempre, a la platea
española. En un país donde nos apoderamos de los muertos, “nuestros muertos”;
donde nos cagamos en ellos, como uno de los insultos más comunes; donde los
dejamos olvidados en cunetas, no es extraño que contemplemos el impresentable espectáculo creado tras esta
muerte en sociedad.
Gustavo Adolfo Ordoño ©
Comentarios
Publicar un comentario