El último samurái del emperador

 

La famosa fotografía del último soldado japonés en rendirse. Hiroo Onoda continuó la guerra durante 30 años emboscado en una isla de Filipinas. Se rindió en marzo de 1974 

  Dentro de la iconografía de la Segunda Guerra Mundial esta fotografía es muy conocida. Se hizo pronto famosa y cualquier aficionado a la historia del siglo XX sabe relacionarla. Es el mejor ejemplo de ese espíritu samurái de «nunca asumir la derrota» que se inculcó a la tropa y a la oficialidad del Ejército imperial japonés. Aunque también serviría para revisar ese estereotipo del «demonio amarillo» que nunca se rinde difundido por el cine bélico clásico o los cómics de hazañas bélicas. Para empezar esa honorable «doctrina samurái» fue pervertida y utilizada por la elite militar japonesa como una especie de chantaje emocional. El soldado japonés no aceptaría la vergüenza de ser derrotado, no era una opción contemplada en el honor de un guerrero (samurái) del emperador. Si fuese necesario daría su vida por Él, antes que vivir con esa deshonra. Ante tal presión psicológica dentro de una institución autoritaria como el ejército, resultó en cierta medida comprensible el fanatismo alcanzado por la mayoría de las tropas niponas.

 Sin embargo, en el mismo extremo radical de esa doctrina que fueron los kamikazes encontramos datos que hablan de un «fanatismo impuesto» en muchos casos. Esos «soldados suicidas» escribían a sus familias, burlando la censura, confesando sus miedos y su incomprensión ante tanta barbarie e injusticia. Igual que cualquier otro combatiente de cualquier lugar del mundo y en cualquier conflicto, muchos soldados japoneses confesaron su fragilidad emocional ante esa circunstancia extrema para cualquier ser humano de someterse al combate de guerra. La estereotipada imagen del «demonio amarillo» que nunca se rinde tendría esos importantes matices que suelen ser olvidados. Y es así porque todavía existe una fuerte influencia cultural en el imaginario nacional japonés sobre ese código de honor de sus soldados, que no debía ser traicionado. 

Fotografía histórica de finales del siglo XIX que muestra a un grupo de samuráis antes de ser abolidos sus privilegios durante la Revolución Meiji (1868) que modernizó al Japón 


Si bien es cierto que la fidelidad y devoción a la figura del emperador fueron rasgos generalizados entre la tropa japonesa en la II GM, llegando al fanatismo en muchos casos, no es del todo exacto atribuir ese espíritu de sacrificio únicamente al abuso que se hizo del llamado bushidō, el código vital de los samuráis. Esa capacidad de lucha y sacrificio tenía mucho que ver con el sentido religioso de la cultura japonesa, donde el emperador seguía siendo un semidiós que encarnaba el alma de la nación japonesa. Visto así, aunque como occidentales nos pueda costar comprenderlo, la elevada tenacidad de sacrificio colectivo en la batalla de los soldados japoneses es más entendible. El código medieval de honor del samurái recuperado para arengar a las tropas serviría al propósito de consolidar esa inicial fidelidad, además de como «chantaje socializador»: el soldado nipón no podía fallar al emperador, pero tampoco defraudar al resto de la sociedad japonesa

Por otro lado, resulta chocante ver como el gobierno imperial japonés recurrió al ideal de los samuráis cuando hacía pocas décadas que los estuvieron combatiendo, erradicando de las estructuras sociales por ser una entidad obsoleta, de origen feudal, un obstáculo para la modernidad del país emprendida por el mismo emperador y la burguesía. En verdad, al gobierno y al ejército japonés les interesaba promover la imagen más benévola de los hombres samuráis, la que se asociaba con ese código no escrito de honor y justicia que era «el camino del guerrero» (el bushidō). Una imagen proveniente de los orígenes humildes de la figura del samurái, cuando podían ser campesinos, gente del pueblo, que optaban por ese honorífico camino de servicio al emperador o a las familias nobles como «fuerzas de protección». Eran asalariados, por lo que en Occidente se les asociaría a una figura que no tiene tanto prestigio: los mercenarios

Desde luego, el gobierno imperial nipón no pretendía usando el bushidō recuperar los privilegios y valores de la casta guerrera en la que acabaron convirtiéndose los samuráis. Nobles feudales, Señores de la Guerra, que ensombrecieron la figura del emperador, quedando el verdadero poder en sus manos. Como decíamos, la elite militar japonesa usaría esos rasgos más interesados, sobre el sacrificio y la gran fidelidad del samurái a su Señor, para adoctrinar a sus ejércitos. Y actos como el de Hiroo Onoda dan fe de que, al menos, la suprema disciplina y fidelidad fueron plenamente inculcadas entre los soldados y oficiales nipones. 

Arqueros samuráis japoneses, demostrando que la idea de ser sólo «caballeros con armadura y espada» no es la única válida para conocer quiénes fueron estos guerreros


Poca honorabilidad y mucho fanatismo en el último samurái del emperador

  Aunque Hiroo Onoda fue tratado como un héroe cuando por fin se rindió y regresó al Japón, su «hazaña bélica» se envolvió en ese mismo aire romántico que la literatura y el cine occidental habían creado sobre la figura del samurái. Una imagen de «caballero andante» cuyo honor y pundonor le hacen ser invencibles. Inexacta visión del samurái porque las crónicas medievales de la época del apogeo de estos guerreros, siglos XII y XIII, demuestran que cometían actos deshonrosos siempre que las órdenes de sus señores así lo requerían, como masacrar a toda una aldea matando mujeres y niños. El oficial de Inteligencia, que ese era el cargo de Onoda, cometió en su obstinada resistencia para mantener en el imperio japonés a la isla filipina de Lubang bastantes injusticias que le hicieron parecerse más a los auténticos samuráis que a los idealizados caballeros.

Hiroo Onoda no estuvo solo en su empecinada lucha por el emperador de Japón. Formaba parte de un pequeño comando de cuatro miembros, incluido él como oficial al mando. Sus órdenes en 1944 cuando los aliados desembarcaron: emboscarse en la selva de Lubang y evitar que la isla cayese en manos del enemigo. Ese objetivo tuvo Onoda y su minúsculo ejército, cumpliéndolo con rigor durante décadas. Acabada la guerra, más de una treintena de lugareños fueron muertos y otros tantos hechos prisioneros (a los que se soltaba a cambio de víveres) en las operaciones militares de ese «oficial-samurái» y sus soldados. 

A pesar de tener información por varios sitios de que el conflicto mundial se había terminado, Onoda y sus hombres creyeron ser víctimas de un engaño y no accedieron a rendirse. Bueno, uno sí. En 1950, después de cinco años de inútil lucha, uno de los soldados «desertó» y se rindió a la policía filipina. En 1972 los otros dos soldados del teniente Onoda habían muerto tras refriegas con los policías tagalos, que los trataban como a terroristas. Quedándose solo y al recibir la visita de un turista japonés que le buscaba como a un «viejo trofeo de guerra», su entereza a resistir empezó a flaquear. Al turista le dijo que solamente creería y se rendiría a su inmediato superior. Enterado el gobierno japonés se buscó a ese oficial superior de Onoda, un veterano de guerra, que en marzo de 1974 viajó a la isla filipina y consiguió la rendición del «último samurái» al servicio del emperador. 




Gustavo Adolfo Ordoño
©
Historiador y periodista

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