Isabel de Braganza, sobrina y esposa de Fernando VII, verdadera fundadora del Museo del Prado

Fotograma del vídeo del canal Youtube del Museo del Prado que comenta la escultura de Isabel de Braganza que preside su hall principal. Es obra de José Álvarez Cubero 

Ahora que el Prado cumple 200 años, es de bien nacidos ser agradecidos en su historia bicentenaria con un personaje que no suele tener gran protagonismo. La infortunada reina consorte, Isabel de Braganza, que era sobrina y segunda esposa del monarca absolutista Fernando VII, tuvo mucho que ver, a pesar de su corta vida, en el proyecto de crear un museo con las colecciones reales que acabarían constituyendo el Museo Nacional del Prado.

Los cielos limpios de nubes y llenos de sol de Lisboa no serían motivos de nostalgia para la princesa Isabel. Tampoco la luz tropical que aviva los colores de las cosas y de la que disfrutó siendo adolescente en su exilio con la Casa Real de Portugal en Río de Janeiro. En noviembre de 1807 Napoleón iniciaba la invasión de Portugal y su realeza huía con su corte a las posesiones brasileñas. Cuando llegó a Madrid al final del verano de 1816 para casarse con su tío Fernando VII, Isabel de Braganza contemplará la inigualable bóveda celeste que cubre la Villa y Corte que compensaba con creces los cielos perdidos. Su nostalgia era otra. Echaba de menos el ambiente cultural y artístico en el que se había criado, en una corte madrileña llena de intrigas y envidias mundanas.

Nacida en el palacio de tan sugerente nombre celestial de Queluz (Sintra), un 19 de mayo de 1797, cuando fue llamada a la Corte de Madrid para casarse con el rey Fernando VII aún permanecía en el exilio brasileño. La apresurada decisión y la obligada austeridad que impone la condición de exiliado, seas rey o persona común, impidió que la novia viajase en un buen navío y con una dote “digna”. Una pesadilla de viaje que enfermaría a cualquiera, más a una jovencísima dama de diecinueve años. Al desembarcar en España ya tenía tres etiquetas injustas sobre su condición: llegaba a España una princesa portuguesa fea, enfermiza y pobre.

Lo que peor llevaba la futura reina era su ajuar escaso y modesto, impropio de alguien que iba a ostentar la corona de España. Parece que su tío y futuro esposo, el lleno de defectos Fernando VII, tenía entre sus menguadas virtudes la generosidad. Pronto arreglaría ese desajuste “cortesano” con regalos en vestidos y joyas. También, muy rápido, comenzaría la tarea ineludible de conseguir un heredero para su corona. Dejaría embarazada en pocos meses a su sobrina carnal, hija de su hermana Carlota Joaquina que había casado con el rey portugués, Juan VI. Parece que los monarcas hispanos habían perdido ese pudor eclesiástico de las relaciones consanguíneas, que tuvieron los Reyes Católicos cuando hicieron todo lo posible para legalizar con una bula papal su inicial y audaz matrimonio entre primos.

Observando los dos años de reinado de Isabel de Braganza, protagonizados por dos partos desgraciados –el último se cobró su vida-, uno se pregunta de dónde sacó las fuerzas para influir en su marido y, sobre todo, en la corte española consiguiendo que las colecciones de arte atesoradas en palacios tuvieran mayor atención. Uno de sus logros, al ser aficionada a la pintura, fue que en la Academia de Bellas Artes de San Fernando se permitiera incluir a mujeres como alumnas. Pero la acción más determinante es la que convierte a la joven reina en inspiradora definitiva de un proyecto que ya tuvo algunos esbozos desde el reinado del abuelo Carlos III: la creación de un Museo Real con las colecciones reunidas por los monarcas hispanos.

Fragmento del cuadro de Bernardo López Pique (1829) que muestra a Isabel de Braganza como fundadora del Prado

Como decíamos, el primer embarazo fue difícil pero dio a luz una niña el 21 de agosto de 1817 (no llevaba un año en España); la infanta María Isabel Luisa que falleció a los cuatro meses. Aunque estamos ya en el siglo XIX, la idea de que una reina no “sirve” si no procrea un heredero a la Corona permanece. Isabel de Braganza, quedaba otra vez embarazada a principios de 1818. Este segundo embarazo fue más delicado todavía y el parto horroroso. Cronistas de la época cuentan que los médicos pensaron que la reina había fallecido durante el parto y procedieron a una cesárea para salvar al bebé. Isabel solo estaba profundamente inconsciente. Su alarido de dolor y terror se escucharía por toda la vega de Aranjuez. La niña rescatada nació muerta y la joven reina moriría por la sangría cometida el 26 de diciembre de 1818.

Esos dos datos tan determinantes, que marcan la efímera vida de la reina, son argumento suficiente para los que consideran exagerada la importancia de Isabel de Braganza en la constitución de un museo con las colecciones de pintura y escultura de los reyes. Sin embargo, otra documentación y realidades de la época hacen factible que la influencia de la joven reina consorte sea decisiva. Todos los palacios reales habían sufrido los avatares de la Guerra de Independencia contra los franceses. La reina consorte visitaría muchos de ellos, obligada por el traslado que imponía el comienzo de las reformas en el palacio que habitase la Corte. En todos ellos quedaba horrorizada por la precaria situación de centenares de cuadros apilados sin cuidado en sus sótanos.

Amante del arte, sobre todo de la pintura, no hay duda que terminó de convencer a Fernando VII de una idea que ya tenía él mismo. El “Museo Fernandino” pensado en 1814, recopilando las obras propiedad del rey, no se terminaba de crear por las incertidumbres políticas y por no saber dónde instalarlo. En ese detalle está la incidencia protagonista de Isabel de Braganza en la creación del Museo del Prado. Fue ella quien sugirió el edificio del arquitecto Juan de Villanueva, que iba ser por orden de Carlos III el Gabinete Real de Historia Natural.

El 19 de noviembre de 1819, muerta Isabel hacía casi un año, se abría el Museo Real de Pinturas y en la Gaceta de Madrid de ese día se mencionaba a la reina con un agradecimiento sincero por ser su inspiradora. El cuadro de Bernardo López Piquer, pintado una década después, muestra a Isabel de Braganza de cuerpo entero señalando una ventana donde al fondo se ve el edificio de Villanueva, hoy el Museo del Prado. Su otra mano se apoya en unos planos sobre una mesa, son los de la reforma que ella promovió para adaptar el Real Gabinete de Carlos III a museo. Que su esposo, monarca absoluto, diera permiso a que se pintase a su fallecida reina como fundadora del museo real de pinturas, dice más que ser un mero gesto de bien nacido (agradecido). 



Gustavo Adolfo Ordoño ©
Periodista e historiador

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