Los museos y los dictadores en el «Día Internacional de los Museos»

   Cuando Hitler visitó en el museo de Múnich conocido como la Casa del Arte Alemán (Haus der Deutschen Kunst) la exposición titulada «Gran exposición de arte alemán», estaba culminando todo su programa político en el ámbito cultural. Era 1937, el año que se inauguraba el edificio de clara estética clasicista versionada al gusto nazi, última obra del arquitecto Paul Troost (1878-1934), el preferido del führer  hasta su muerte. En esos tres años que trabajaron en su construcción sobre el diseño de Troost, el mismo Hitler fue encaminando cuál sería la línea estética tanto del edificio como de las colecciones artísticas que albergaría. Toda una muestra de megalomanía del arte ario, de la supuesta superioridad cultural y artística germana frente -literalmente en un edificio situado enfrente- a otra exposición paralela de «arte degenerado», el que era realizado por judíos y bolcheviques según la ideología nazi. 

Dos años después, en octubre de 1939, cuando la Segunda Guerra Mundial ya estaba en marcha, la exposición sobre lo que debería ser el arte puro alemán se completó con un reestreno de la «Gran exposición de arte alemán» que tenía ya un enfoque de promoción internacional de la ideología nazi y su concepto del arte. Esta vez la muestra se llamó «Día del Arte Alemán», que en realidad quería resumir y celebrar el esplendor de 2.000 años de 'Cultura Alemana' como avance de una idea expansionista de esa cultura, no solamente desde el plano militar para conseguir territorios, lo que los nazis llamaban «espacio vital». Esta fue la motivación principal de cualquier política cultural nazi, por mucho que algunos quieren ver sincero «amor al arte» porque Hitler, en el fondo, era un artista (fracasado). Desde ese año la exposición del 'Gran Arte Alemán' fue anual, hasta 1944 que el devenir de la guerra lo impidió. 

       Adolf Hitler, Josef Goebbels y el cónsul italiano Dino Alfieri visitan la «Gran exposición de arte alemán». Fuente fotografía 'Archivo histórico de EFE' 

Que las dictaduras quisieran controlar también la actividad creativa que se desarrollaba en sus sociedades entra en la lógica autocrática. La libertad de creación podía ser más peligrosa que la de pensamiento para unos jerarcas que pretendían el dominio absoluto, imponiendo su ideología, de la sociedad germana. Así ocurriría también en la dictadura fascista de Mussolini, donde su política cultural se aferraba a la idea de recuperar el esplendor cultural de la Roma antigua y por eso toda su escenografía y su creatividad artística parece sacada de una «película de romanos». En España, más allá de copiar mucha de la estética de los fascistas italianos, la dictadura franquista pronto acudió a viejos estereotipos nacionalistas españoles relacionados con las supuestas glorias imperiales de los Siglos de Oro para elaborar su «escenografía cultural». Una línea estética que no llegó a imponerse de manera llamativa porque la dictadura española pervivió y debió camuflarse adaptándose a los tiempos, la victoria de los Aliados.

Pero ese gusto artístico filo fascista del régimen franquista no fue lo peor relacionado con la creatividad artística y los museos. Franco utilizaría durante la contienda mundial al patrimonio cultural español como moneda de cambio para obtener ventajas diplomáticas o favorables a sus intereses internacionales. Así se llegaron a regalar cuadros de acreditado valor patrimonial a jerarcas nazis que visitaban España y al mismo Hitler, al que se le regalaron tres «Zuloagas». Llamativo resultó el caso de Johannes Bernhardt, el empresario alemán favorito de Franco, presidente de Sofindus, la compañía que exportaba el wolframio a Alemania. Se estima que este sujeto obtuvo como regalo franquista tres pinturas del patrimonio español, una de ellas creen los investigadores fue un «Greco». Con la venta de esos cuadros se compraría una finca en Argentina para vivir un «exilio dorado». Todos estos casos de mercadeo interesado del patrimonio museístico español están detallados en el libro del catedrático de Historia, Arturo Colorado, en su libro Arte, revancha y propaganda (Cátedra, 2018)

Montaje fotográfico del dictador Hitler contemplando una obra vanguardista sobre su figura pintada por Eduardo Arroyo en 1963, Los Cuatro Dictadores (Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía).
    Fuentes de las imágenes: Archivo alemán y Museo Reina Sofía


La obra de la imagen que encabeza el artículo y que ha servido para el fotomontaje de más arriba es Los Cuatro dictadores de Eduardo Arroyo (1937-2018), un artista que es representativo de un «segundo exilio» durante la dictadura menos conocido, el que se produjo en 1958 entre muchos españoles con profesiones liberales como Arroyo, que era periodista, asfixiados por el aire rancio de un régimen donde la cultura jugaba artísticamente un papel marginal. El políptico que ahora se expone en el Museo Reina Sofía de Madrid se dio a conocer en 1963, pero es probable que su realización se hiciera en los primeros años de su exilio a París (1958-1960), donde se consolidó su antifranquismo al entrar en contacto con el exilio republicano español. Es una crítica visceral, nunca mejor dicho al componer las figuras con vísceras, a las cuatro dictaduras de corte fascista que se llegaron a instaurar en Europa: la Italia de Mussolini, la España de Franco, el Portugal de Salazar y la Alemania de Hitler.



Gustavo Adolfo Ordoño ©
Historiador y periodista

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