Una "clásica peluquería". Fuente imagen |
Hoy he salido un poco antes de
mis tareas laborales y como tengo la suerte de poder ir caminando de la oficina
a mi casa, me he encontrado abierta la peluquería del barrio de toda la vida.
Un negocio regentado por un caballero que aún te rasura la barba y te iguala
las patillas con navaja. No voy mucho, la verdad, pues los horarios menos
flexibles de este señor me hacen acudir a los centros comerciales, abiertos en
“explotación” laboral permitida hasta las 22:00 horas (o más). Nada más
sentarme llegaron los recuerdos agradables. El olor a lociones dulzonas y a
polvos de talco. Sí, este señor todavía te echa talco sobre la piel. Pero la felicidad, ya saben, es breve. Con
un gesto lento, casi en cámara lenta, el peluquero dejó las tijeras y me miró a
través del gran espejo.
“Parece que por fin tendremos gobierno”. Maldita sea mi suerte.
Hacía 10 meses (lo que ha durado el gobierno en funciones) que no hablaba con
este señor y me sale con esas. Por lo que intuyo es votante del Partido Popular
(PP) y no sé si busca “debate” porque cree que yo no lo soy o una mutua
satisfacción porque piensa que compartimos afinidad política. Debajo de mi
cabellera, que está siendo recortada ahora con una maquinilla que se asemeja a
una vieja segadora de césped, mi cerebro intenta buscar la mejor replica al
comentario del barbero. “Eso parece”.
Más lacónico no puedo ser. “Qué
vergüenza ajena, cómo se están poniendo los unos a los otros, sobre todo el
Iglesias. No sé los jóvenes que ven en él, no se dan cuenta que de dónde cojea
es peor que ninguno”. Deja la segadora manual y vuelve a tomar las tijeras.
Se emplea con delicadeza con las canas de mis sienes. Supongo que gracias a
ellas no soy un “joven de Podemos”.
Como callo, debe pensar que
otorgo. Me dan ganas de replicar que los votantes de Podemos pueden ser (y lo son) de muchas edades. Con una mano me
obliga a inclinar la cabeza, lo hace de manera brusca, como si fuese un niño díscolo
que no se está quieto en la silla. Comienza a rasurar mi nuca con la navaja, una
imponente hoja que afila de vez en cuando en un rodillo. Noto la caricia del
acero decapitando mi vello y siento cierta inquietud. “No he oído nada de los discursos y réplicas, acabo de salir del
trabajo, pero me imagino que es como predicar en el desierto. Ya a nadie le
importa”. Me decido a comentar para hacer ver que estoy en modo neutro, que
no tengo ganas de posicionarme. “El paro
ha vuelto a bajar este mes”. El peluquero cambió de tercio con un certero
navajazo. Se aleja del sillón y me contempla la nuca, contempla su trabajo
satisfecho.
“Sí, pero el trabajo creado es muy precario y temporal. Además, es por
la campaña de Navidad que cada año se adelanta más.” Esta vez me decido sin
tapujos a insinuar mi posicionamiento político, a pesar de hacerlo ante un
caballero mayor que porta una navaja afilada y en cuyas manos está mi cabeza. “Si hubiese más estabilidad en la política,
los trabajos serían mejor”. Vuelvo a callar. Ahora son las tijeras las que
van aquí y allá sobre mi testa. Me entran ganas de advertir a mi peluquero que
a pesar de la ya previsible investidura de Mariano
Rajoy, candidato del PP, no se abre un periodo de “estabilidad política”.
Será un gobierno sin apoyos legislativos claros, necesitado de pactos
y negociaciones donde deberá ceder y tolerar, algo en lo que el PP no está muy
experimentado. Quizás se vea obligado a adelantar
las elecciones o, incluso, puede que si la oposición (PSOE y Podemos) consigue eliminar sus odios mutuos,
plantease una moción de censura. Sin
embargo, sigo en silencio. Agacho la cabeza de nuevo, por indicación de su
mano, que la deja apoyada en mi coronilla mientras repasa los nacimientos del
vello en la nuca. Luego me libera y coloca un dedo en mi sien a la vez que
iguala los cabellos de mi flequillo. En ese momento no pude más y volví a
replicar. “Por favor, tenga cuidado con
los ‘recortes’ de esa zona. Es que tengo un remolino por culpa de una cicatriz.”
El peluquero de toda la vida de
mi barrio me miró con suficiencia. ¿En quién vas a confiar?, ¿en mí que conozco
bien el oficio o en esos peluqueros melenudos medio afeminados que no saben
cortar el pelo? Eso no lo dijo, pero lo pensó. Estaba en su mirada. Acabó el
servicio y me cobró. “Son 9 euros”.
Le di un billete de 10 y le dije que se quedase con el cambio. El corte de pelo
es mucho más barato en estas peluquerías de barrio de toda la vida que en las “nuevas
peluquerías”. Eso sí, sales investido con un estilo de corte tradicional, más
de lo mismo, durante los ‘cuatro’ meses que tarda en crecer.
Gustavo Adolfo Ordoño ©
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