Templo de Bel en Palmira (Siria) |
Como cualquier persona de bien
estará cruzando los dedos para que haya suerte y esos salvajes del Daesh (Estado Islámico) no destruyan esa
joya de la arqueología clásica que
es el conjunto monumental de la ciudad de Palmira.
¿Qué me preocupo de unas “malditas” piedras y obvio que la batalla de Palmira
ya se ha cobrado más de 500 vidas? Pues sí, me preocupa ese patrimonio porque
(por ahora) está tan vivo como lo estaban esas personas. Es una huella viva,
fundamental, consistente, presente; memoria
de la humanidad.
Los cafres del Estado Islámico ya han demostrado de lo que son capaces cuando
conquistan una ciudad con un pasado ajeno a su fundamento vital: destrozan
esculturas, hacen añicos el arte contenido en representaciones religiosas,
ornamentales o conmemorativas de culturas históricas que, en el fondo, no son
tan ajenas a su contexto sociocultural. No han tardado mucho en aprovechar la
gran conmoción que causan en el resto del mundo con su amenaza contra el
patrimonio cultural de la región. En burdos fotomontajes sobre las ruinas
arqueológicas han colocado los cadáveres mutilados de niños, supuestas víctimas
del tirano de Damasco, acusando a Occidente de cinismo: “ahora se preocupan de las piedras”.
No pienso hacer debates a ese
nivel tan mezquino de demagogia y cinismo, les rebatiré con todo el peso del intelecto. Su irracional
empeño en destruir las huellas del “otro cultural”, del pasado histórico de
culturas en su apogeo con una brillantez que nunca alcanzarán estos integristas
del Corán, podría relacionarse con el
deseo del vencedor de suprimir cualquier presencia, rastro de existencia, del
vencido, para así apuntalar su éxito, su victoria y toma del poder. Si no
existen asideros provenientes del antagonista vencido, no se podrá sostener una
resistencia, una contestación al nuevo poder establecido. Es lo que nuestro
colaborador, Luis Pérez Armiño, plantea
en su nuevo texto en Pax augusta:
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