Normalmente referirse a los
clásicos del Siglo de Oro español se identifica con pensamientos conservadores,
españolistas y de derechas. Pues yo lo voy a hacer, sin importarme el prejuicio
que de este uso se verterá sobre el presente texto. Existen ideas, imágenes y
tópicos (entender tópico como fórmula que se repite en una ciencia) sobre los
pueblos, acerca de las gentes de un pueblo. Esto es así aunque creamos regirnos
por nuestra propia voluntad y nuestro individual carácter (único, pensamos, como
las huellas dactilares).
No es que el haber nacido en
Caracas te haga bravucón y bolivariano. Tampoco es el que el haber venido al
mundo en Teherán te haga insolente antioccidental
con un programa nuclear bélico encubierto. O que seas alemán y, por tanto, un
nazi convencido. Ni mucho menos es que el nacer en Boston o Nueva York te
convierta en un engreído capitalista sin escrúpulos. Y nacer en España no te
transforma, de inmediato, en político corrupto o pícaro de las finanzas,
banquero sin alma, parado de larga duración, vago que vive de los subsidios,
promotor inmobiliario sin ética profesional o chorizo de tres al cuarto. No,
eso no es.
Pero sí que es cierto que ante un mismo problema, ante una misma vivencia o acción, cada gente de esos diferentes pueblos reacciona de una manera, en general, marcada por una idiosincrasia. En el siglo XVI no se había iniciado la ‘globalización’ (mercantilismo del XVIII) y las economías de cada país eran lo más autárquicas que podían; incluso el imperio que “globalizaba” en esa época, el español, tan sólo sustentaba a la Corona y a sus empresas bélicas en Europa con la explotación del monopolio americano, pues Castilla y Aragón, los reinos cabeza de la monarquía imperial, seguían dependiendo de sus economías locales. En Castilla se pasaba hambre y un anónimo autor hace un retrato social tan gráfico que se podría asegurar que es una auténtica vivencia, una biografía. Hablamos del “Lazarillo de Tormes” (h. 1554).
Este joven del siglo XVI no duda
en ser amoral para conseguir lo básico: comer; pero también lo consustancial a
sobrevivir subyace en todo la obra y es el deseo de prosperar y de conseguir
fortuna a toda costa (enriquecerse). La huella del pasado se reconoce en el
presente. Recordemos este pasaje, en el que el Lazarillo (ahora al servicio de
un cura) desea la pronta muerte de las personas moribundas a las que su amo va
a dar la extremaunción. Es lo más amoral posible en un mundo que se regía, sin
fisuras, por la moral cristiana: este muchacho rezaba a los pies de las camas
de los moribundos, no por la salvación de sus almas, sino para que fallecieran
cuanto antes y sacasen las viandas que ofrecían en los velatorios. Así tenía
garantizado el sustento que su tacaño señor no le proporcionaba.
[...]
"Mira, mozo, los sacerdotes han de ser muy templados en su comer y
beber, y por esto yo no me desmando como otros."
Mas el lacerado mentía falsamente, porque en cofradías y mortuorios que
rezamos, a costa ajena comía como lobo y bebía más que un saludador. Y porque
dije de mortuorios, Dios me perdone, que jamás fui enemigo de la naturaleza
humana sino entonces, y esto era porque comíamos bien y me hartaban. Deseaba y
aun rogaba a Dios que cada día matase el suyo. Y cuando dábamos sacramento a
los enfermos, especialmente la extrema unción, como manda el clérigo rezar a
los que están allí, yo cierto no era el postrero de la oración, y con todo mi
corazón y buena voluntad rogaba al Señor, no que la echase a la parte que más
servido fuese, como se suele decir, mas que le llevase de aqueste mundo. Y
cuando alguno de éstos escapaba, ¡Dios me lo perdone!, que mil veces le daba al
diablo, y el que se moría otras tantas bendiciones llevaba de mí dichas. Porque
en todo el tiempo que allí estuve, que sería cuasi seis meses, solas veinte
personas fallecieron, y éstas bien creo que las maté yo o, por mejor decir,
murieron a mi recuesta; porque viendo el Señor mi rabiosa y continua muerte,
pienso que holgaba de matarlos por darme a mí vida. Mas de lo que al presente
padecía, remedio no hallaba, que si el día que enterrábamos yo vivía, los días
que no había muerto, por quedar bien vezado de la hartura, tornando a mi
cuotidiana hambre, más lo sentía. De manera que en nada hallaba descanso, salvo
en la muerte, que yo también para mí como para los otros deseaba algunas veces;
mas no la vía, aunque estaba siempre en mí.
(...) Lazarillo de Tormes
(Anónimo, 1554)
La fórmulas amorales se han repetido,
como tópicos bien documentados, en nuestra historia y se han visto bien
mientras fuesen males menores para conseguir alimento y cobijo, derechos
fundamentales. Lo que ocurre es que la fórmula sin ética alguna ha acabado por
hacerse norma para conseguir todo aquello que se pretende o desea, ya no que se
necesite. La clave está en reconocer que esa fórmula es ya más que un tópico y
cambiarla por otra que nunca antes haya sido repetida.
Gustavo Adolfo Ordoño ©
Gustavo Adolfo Ordoño ©
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