Cuando nadie quiso a Madrid, el rechazo que convirtió la provincia madrileña en Comunidad Autónoma

 

En 1976, Madrid era todavía una provincia de Castilla La Nueva, luego llamada Castilla-La Mancha
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 El sentimiento de rechazo fue básicamente por el temor. Hasta se podría llamar «el miedo a Madrid». Algo que se ha mantenido a lo largo de la historia madrileña. No sólo desde que se convirtió en la Comunidad de Madrid, gracias a la Constitución de 1978 y su articulado permitiendo la creación de regiones autónomas. Era el miedo a su «poder político central» y el temor a su competencia económica. Madrid, la ciudad, ha tenido que sobrellevar su condición de capital del Estado justo en las épocas en las que los estados se configuraban tal y como son ahora. Territorios administrados por la sociedad civil que necesita para ello de un gran aparato burocrático. El Estado ya no eran las monarquías o las ciudades-repúblicas, donde la capital estaba siempre en el lugar que el monarca o el dux instalaba su corte.

Ciudades como Segovia, Toledo, Valladolid o la misma Barcelona han sido capital y corte durante periodos largos de tiempo, décadas en algunos casos. Y para ellas no ha supuesto en su historia un «estigma» como ha acabado siendo para Madrid. La capitalidad marca, hasta puede llegar a traumatizar a las instituciones y a los habitantes de esa ciudad. Sin embargo, también produce otros sentimientos. La ciudadanía que vive en una capital suele asumir con orgullo esa capitalidad. Es una identidad más de las relacionadas con la pertenencia a una gran comunidad. Pero también suele generar esa identidad recelos y  prejuicios o complejos, en el resto de ciudadanos por verla como un privilegio.


Madrid fue rechazada por Castilla-La Mancha


  Así titulaba la prensa de la época esa noticia en junio de 1981. En pleno proceso del desarrollo autonómico, desde 1978, los diputados madrileños (diputación de Madrid) habían votado en mayoría seguir perteneciendo a la entidad mayor de Castilla La Nueva, ahora llamada Castilla-La Mancha. Pero se llevaron un chasco grande. Los parlamentarios castellano-manchegos «preautonómicos» manifestaron su temor al centralismo de la Administración madrileña a nivel estatal, que se «extendiera e impusiera» por toda la nueva comunidad. Las pretensiones madrileñas de unificación fueron rechazadas. Hagamos un breve recorrido histórico que pueda explicar mejor ese rotundo rechazo. 

Madrid fue nombrada capital del reino, villa y corte, en 1561 por el más burócrata de todos los monarcas de la dinastía Austria, Felipe II. La situación geográfica de esa ciudad castellana era idónea como cruce de caminos. Más o menos se tardaban las mismas jornadas a caballo desde Madrid a otras ciudades importantes situadas «geoestratégicamente a su alrededor». Esa centralidad le marcaría para la posteridad. No obstante, el mismo monarca se marcharía a la localidad próxima de San Lorenzo del Escorial donde mando construir su famoso monasterio-palacio, verdadero centro neurálgico del imperio que gobernó. Además, su hijo Felipe III llevaría en 1601 la Corte y, por ende, la capitalidad de nuevo a Valladolid; aunque fuese por breve tiempo, hasta 1606. Su heredero, Felipe IV, confirmará de una vez la capitalidad madrileña gobernando las Españas desde el alcázar de Madrid


La bandera ideada para la Comunidad de Madrid, rojo carmesí castellano y las cinco estrellas del Concejo Madrileño 


En esos primeros siglos de capitalidad, la villa y corte de Madrid adquirió ese rasgo distintivo respecto al resto de las ciudades y regiones que la rodeaban. Pero las tierras limítrofes no adquirieron un carácter «provincial madrileño», se entendía que eran parte de la Nueva Castilla. Habría que esperar al siglo XIX y a los diversos planes de reorganización territorial de España para hablar de una Provincia de Madrid en los mapas. Tras varios proyectos fallidos, por el gran debate entre regiones sobre los límites exactos de las provincias o intendencias, se aprueba el célebre proyecto del ministro de Fomento, Javier de Burgos. Será el Decreto de 30 de noviembre de 1833, por el que se divide España administrativamente en 49 provincias. En realidad, el ministro Burgos se limitó a gestionar como burócrata de forma eficaz los anteriores proyectos de división provincial realizados entre 1821 y 1829, y conocidos como el «Mapa de Bauzá y Larramendi»

 El logro del ministro Burgos fue consolidar ese viejo proyecto de organización territorial, usándose ya en las elecciones de 1834 las nuevas provincias como circunscripción electoral. La provincia acabó siendo el símbolo político del «sistema liberal», aunque al final del siglo cuando cobraron protagonismo los regionalismos y el llamado Desastre del 98 ponía el «sentido de España» a debate, volvió la necesidad de replantearse el mapa territorial. Madrid, ahora vista también como provincia, acabó simbolizando el poder centralizador frente a las fuerzas anti centrípetas de la periferia. A principios del siglo XX, destacó el proyecto de Antonio Maura en 1907 de la «Mancomunación» de diputaciones y provincias, para satisfacer la exigencia de autonomía de los regionalistas catalanes. 

A pesar de los intentos de leve «descentralización» que se procuraron con el sistema de regiones y luego los efímeros Estatutos de Autonomía en la Segunda República, todo acabó en una regresión al mapa de las provincias del ministro Burgos de 1834 en la dictadura de Franco. En el mapa del régimen franquista, que ilustra el artículo, vemos el origen de algunos problemas que tuvieron los diputados preautonómicos en la creación de sus comunidades autónomas. El caso de León fue también destacable. Antes era una región única y con ciudades tan importantes en la historia como Salamanca. Su diputación no logró suficientes apoyos para seguir siendo una región diferenciada de Castilla. Se hizo un último intento proponiendo que Madrid sustituyera a León en la configuración de la nueva Comunidad Autónoma que se iba a llamar Castilla y León. Pero eso no hizo más que provocar mayor rechazo a sus planes, pues «nadie quería a Madrid» por su excesivo centralismo. 

 Como decíamos, en las primeras planificaciones autonómicas la opción prevista fue que Madrid siguiera como provincia castellano-manchega. Pero entre 1980 y 1981 el panorama político tanto en Madrid como en Castilla La Mancha cambió radicalmente. El PCE (Partido Comunista de España) en Madrid y la Federación Socialista Madrileña, preferían ahora la Autonomía uniprovincial como mejor salida ante el atasco en el desarrollo estatutario de las dos Castillas. Después de arduas negociaciones se dejaría abierta una puerta que permitió a la región castellano-manchega iniciar sola su proceso autonómico, con la condición de incluir una cláusula adicional en su Estatuto que contemplara una posible incorporación de Madrid en años posteriores. Era la forma de salvar la «singularidad histórica» exigida y que Madrid no tenía por sí sola. 

Ni que decir tiene que esa cláusula se olvidó y que Madrid se convirtió en una especie de mega Distrito Federal, en forma de Comunidad Autónoma desde que se aprobó su Estatuto en marzo de 1983. Un gigante en densidad de población, poder político e influencia económica, situado entre regiones que no pueden vivir sin él, pero tampoco estaban cómodas con su «excesiva presencia»...  



© Gustavo Adolfo Ordoño 
    Periodista e historiador

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