Los destinos de África, su actual presente y su futuro por llegar, se jugaron en la Conferencia de Berlín a finales del siglo XIX. Aquella reunión concluyó con el reparto del continente negro entre las potencias europeas para que cada cual, en su respectiva porción del pastel, pudiese ejercer su poder como más le viniese en gana. Los grandes beneficiados, Francia y Gran Bretaña, entendían África como una inagotable fuente de materias primas y mano de obra barata, un extraño tablero de competición en el que cada potencia trataba de llegar y dominar más que la otra. Otros gobiernos europeos se repartían las migajas y Alemania intentaba hacer valer su papel de nueva potencia industrial… Se iniciaba la historia más oscura y triste del continente africano.
Puede
rastrearse el origen del cualquier conflicto africano actual en aquel reparto a
tiralíneas que se llevó a cabo en Berlín entre 1884 y 1885. Uno de los ejemplos
de la triste herencia que las potencias europeas coloniales dejaron en el
continente fue el genocidio de Ruanda, cuando en 1994 fueron asesinados en
torno a 800.000 tutsis y hutus moderados en uno de los peores crímenes de la
humanidad con el que finalizaba el violento siglo XX. En la actualidad Ruanda
se debate en multitud de factores que dinamitan las posibilidades de futuro de
un país con unos mínimos factores de estabilidad.
De
acuerdo a determinadas fuentes, Ruanda constituiría hoy en día una excepción en el panorama económico
africano con un alentador escenario de inusual bonanza; sin embargo, otras
voces ponen en duda este modelo de crecimiento, cuestionando desde el propio
progreso económico del país a cómo está afectando a la población, insistiendo
en las desigualdades cada vez más marcadas. En cuanto a la actual situación
política, la transitoriedad de formas de gobierno provisionales se ha
prolongado más de lo deseable. En ciertos casos, se ha denunciado casos de
clientelismos o partidismos que pueden dar lugar a casos de corrupción. La
situación se complica por la actuación armada de grupos insurgentes, incluidos
los de países vecinos como la República Democrática del Congo, que
desestabilizan zonas fronterizas sometidas a constantes ataques.
Desde su acceso a la independencia, el país se ha visto agotado por una cruenta guerra civil. Bajo el prisma occidental, el enfrentamiento radicaba en el odio étnico exacerbado entre una mayoría hutu y una minoría tutsi que había detentado el poder de forma tradicional en el país sometiendo a la población hutu. El momento culmen de este enfrentamiento llegaría tras el asesinato del presidente ruandés, el hutu Habyarimana, cuando viajaba en avión junto con el presidente de Burundi, en un atentado todavía sin resolver y en pleno de proceso de investigación por parte de las autoridades francesas. Este fue el desencadenante de las matanzas que acabaron con cientos de miles de víctimas en pocos días, crímenes juzgados por un Tribunal Internacional creado por la ONU que ha dictado la primera condena internacional por el delito de “genocidio”.
La
prensa internacional se complacía en presentar la matanza como el resultado de
un enconado odio tribal, como una fuerza primigenia y ancestral que lleva al
africano a matar de la forma más salvaje y cruel en nombre de conceptos
arcaicos y aparentemente denostados en Europa occidental como “tribu” o
“etnias”. Los organismos internacionales resolvían la cuestión de nuevo con su
ineptitud habitual convirtiéndose en mudos, ciegos y sordos testigos de las
atrocidades televisadas hasta la saciedad. Y los intereses occidentales, en
especial de las antiguas potencias coloniales en la zona, véase Bélgica y
Francia especialmente, jaleaban la matanza en pos de sus beneficios
financieros.
Ruanda
se nos antoja hoy como escenario de la brutalidad primitiva. Y con la
conciencia sucia pero tranquila, considerando la sangre y el horror del machete
como patrimonio del africano, nos
olvidamos de la brutalidad de la ocupación belga durante casi cincuenta años.
Cuando las autoridades belgas en su colonia, administrada
de forma indirecta para que las responsabilidades recayesen sobre las
autoridades locales, decidieron crear y maximizar el concepto étnico de tutsis
y hutus mediante estudios antropométricos y justificaciones teóricas desfasadas
y racistas que potenciaron la diferenciación racial. Fueron los belgas los que
procuraron carnés de identidad en los que se especificaba el origen étnico y
que podía significar perder la vida cercenada a golpe de machete financiado vía
París y Bruselas. La civilizada Europa.
Luis Pérez Armiño ©
Fuente de las fotografías:
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