Cautivo y desarmado el Ejército Rojo...


“En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército rojo, nuestras tropas victoriosas han alcanzado sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado”.

No sé precisar si era el 1 de abril de 1939 cuando mi abuelo materno bajó de la sierra norte de Madrid formando parte de ese “cautivo y desarmado” ejército. Es probable que se hubieran replegado antes, cuando Madrid cayó en marzo. Al rendirse fueron hechos prisioneros, él estuvo en un improvisado campo de concentración en el campo de fútbol del Rayo Vallecano (Vallecas, Madrid). Por quinta y por región (Cuenca) le había tocado hacer el servicio militar en la zona republicana. Era normal. La República como gobierno legítimo hizo uso de las levas, de los reemplazos que le correspondían de un ejército que se le había sublevado principalmente en Canarias y África, por otro lado donde estaban las fuerzas de elite del ejército español.

En verdad pronto ambos bandos usaron los reemplazos, necesitaban refuerzos porque la guerra ya era evidente que sería larga el mismo verano de 1936. A los llamados nacionales, el ejército de los golpistas, les resultó fácil hacerse con el control de las quintas en los territorios que fueron conquistando los primeros meses, gran parte de Andalucía, casi toda Extremadura y Castilla-León. El eje Madrid-Valencia, con la castilla manchega por medio, sería la “cantera” de reemplazos más importante de la República.

A estos jóvenes se les ha llamado la “Tercera España”, en una forma de diferenciarles de los luchadores concienciados de cada bando de las dos Españas: la republicana y la franquista. Mi abuelo era uno de estos jóvenes poco concienciados a los que el destino les llevó a combatir junto a la República, como lo podían haber hecho al lado de los nacionales. Hablando con él, pues tuve la fortuna de tenerle a mi lado hasta que yo, precisamente, marché a realizar la Mili (Servicio Militar), allá por el año 1990, tras agotar todas las prórrogas universitarias posibles y contemplar hacer la inútil Prestación Social, me enteré que acabó concienciado con su participación en el conflicto civil.

Casi quince años viviendo en recuperada democracia le dieron sentido al frío de montaña y a la humedad de estepa, a los silbidos de bala cuando iba a por agua a un manantial de Navacerrada, o a las infecciones de orina que le acompañaron toda la puñetera guerra. Llegó a decirme que él se sentía tranquilo de conciencia, que luchó en el bando legítimo y democrático, que cumplió órdenes en un batallón donde se mezclaban los aleccionados por la causa republicana y los que tenían la sensación de estar haciendo eso porqué les había tocado en sus vidas “hacer eso”.

Fue horrible, me contaba. Absurdo, también. Las noches de luna llena los francotiradores podían hacer una masacre, tanto en un bando como otro, pues ambos tenían posiciones elevadas en una sierra que compartían, con el frente paralizado en una guerra de trincheras. A grito pelado se comunicaban, sabían los nombres de sus enemigos. El siguiente relato es una recreación libre partiendo de las anécdotas contadas por mi abuelo:

Un legionario llamado Paco era el más compresivo. "¡¡Paaacoooo, déjanos coger agua, que se ha puesto malo el Ramón!". Un silencio roto por alguna risa en cada lado de las trincheras se anticipaba a la respuesta de Paco. "¡Me estáis tocando los huuueeevos! Va, rápido que hoy no tengo ganas de matar a ningún rojo". Con bastante miedo, por si Paco se arrepentía, un par de voluntarios llenaban todos los recipientes posibles en menos de cinco minutos. Un tiro al aire hacía agacharse a todos, era la forma de reclamar las gracias que tenía el legionario. "¡Gracias, fascista de mierda!" Gritaba alguien desde las trincheras donde mi abuelo se aguantaba las ganas de orinar.



Gustavo Adolfo Ordoño ©

Fotografía ya de dominio público, obtenida en: 

 http://www.cronicasgabarreras.com/05/html/historia05_04.html

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