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Varios niños en una trinchera observan con temor y asombro un combate aéreo durante la llamada 'Batalla de Inglaterra' (1940-1941), en la Segunda Guerra Mundial /
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El miedo es libre. Al menos eso dicen, aunque resulta una idea algo ambigua. Quiere decir que cada uno es libre de elegir sus temores, que es un sentimiento individual -personal-, pero olvida que muchas veces no tenemos elección y no los vivimos en solitario. Muchos de esos miedos son culturales o colectivos, forzados por las circunstancias históricas o por ciertas leyendas y mitos construidos en una comunidad. En Pax Augusta os hacemos un breve apunte de varios «miedos universales» que se han dado a lo largo de la historia
No se trata de tener una perspectiva eurocéntrica, pero reseñar los «miedos de Occidente» es fundamental para entender a la cultura occidental. Serían los griegos los que introducen la idea de «bárbaro» a través de la palabra, de la lengua. Tras sus largas y existenciales guerras contra los persas, los griegos dirán que han vencido a los que no hablan griego, los que balbucean (bar-bar) otra lengua incomprensible. Así el mundo lo dividieron en «nosotros» que hablamos el griego y los «otros» que hablan el bárbaro. Y aunque intuían que ellos eran los «bárbaros» para los persas porque, obviamente, no hablaban su idioma, incluyeron en su concepto de bárbaro una idea fundamental que acabaría causando miedo al bárbaro. Esa idea era que los «otros» no estaban civilizados.
Esa idea pasó como herencia cultural a los que también eran bárbaros para los griegos, sus invasores romanos. El grito ¡Qué vienen los bárbaros! fue algo más que una advertencia de peligro en el mundo romano. Era la sensación de perder a manos de esos bárbaros la «civilizada» forma de vida de Roma, pues no conocían ni pensaban respetar las normas sociales ni éticas de la civitas – urbe o ciudad-. Desde los cartagineses, pasando por los teutones y cimbros, hasta los postreros hunos y godos, muchos fueron los «pueblos bárbaros» que edificaron en el imaginario romano el miedo a sus potenciales invasiones y perder con ellas su estatus de «civilizados». Era un miedo colectivo, de aquellos que se consideraban «romanos» por tener una serie de privilegios y, en el fondo, resultaba un miedo a perder esas ventajas frente al extranjero, a los otros.
“El miedo a los bárbaros es lo que amenaza con
convertirnos en bárbaros.”
(Tzvetan Todorov, 1939-2017)
Con el Cristianismo como religión oficial del imperio romano y tras la caída de este convertido en eje cultural sobre el que surgieron los reinos europeos, se sustituyó el temor a perder la condición de civitas por culpa de los bárbaros a tener miedo de los herejes o los no cristianos. En la Edad Media el miedo al diablo suponía una manera de «control social». Dirigir las conductas individuales hacia lo establecido por los poderes como correcto, ser un «buen cristiano», generando el sentimiento de culpa -pecado- y temor a sucumbir en el infierno, el reino del diablo. El miedo a ser seducido por el mal se tradujo en el pavor a demonios y brujas. Luego, este «miedo al mal» -diablo- derivó en otro gran miedo colectivo, el miedo a enfermar. La peste se consideró como el principal castigo divino ante una humanidad pecadora, incluso infiel al permitir herejías o otras religiones (judíos) en esos reinos cristianos.
Pero no todos los «miedos colectivos» son fruto de la incomprensión o intolerancia entre los seres humanos. Existen miedos con una base común, que es el temor a lo desconocido, sobre la naturaleza y, en concreto, a los otros seres vivos, los animales. Son muchos y nos extenderíamos demasiado, pero nos gustaría destacar una de las fobias más universales de la historia: el miedo al mar. Sí, a esa ingente masa de agua que atraía tanto como atemorizaba a las personas. Una vez que los humanos nos adentramos en los mares, ese miedo se multiplicó. El miedo a naufragar generó «divinidades especiales» que protegían la navegación. Terribles criaturas marinas surgidas de las misteriosas profundidades podían causar pavor a guerreros llenos de coraje en la batallas. Hasta hoy día existen en el mundo marinero una serie de facetas sobre la suerte para vencer los miedos a un naufragio.
Será por ser culturas más apegadas a la «Naturaleza», por ser más profundas las relaciones de los seres humanos con su entorno, pero en América y en Asia se ha dado un miedo visceral a ser «devorado por un gran animal». En una región de la India, los Sunderbans, en las marismas más impenetrables del delta del Ganges, residen la mayor cantidad de tigres salvajes del mundo, unos 700, y se estima que siguen devorando unas 50 personas al año. Para conseguir rechazar su amenaza, las gentes del lugar se pone máscaras rituales en la nuca o llevan amuletos contra esos llamados «devoradores de hombres».
Lamentablemente, los miedos más universales o globales (globalización) de la historia contemporánea y en estos días son los tenidos por una nueva versión del «miedo al fin del mundo»: el miedo a una guerra nuclear. No es algo anacrónico, propio de la Guerra Fría cuando la paz entre los dos bloques mundiales se sostenía con la persuasión del armamento nuclear. Está ocurriendo ahora con la actualidad de la Guerra de Ucrania y las potenciales reacciones de Putin, que es el presidente de una potencia nuclear. El miedo a verse en medio de una acción bélica o sufrir el bombardeo de tu ciudad se experimentó mucho y de manera colectiva en las guerras del siglo XX. Tampoco es un miedo anacrónico; es algo que millones de personas siguen sintiendo en este momento que está leyendo esto... Gustavo Adolfo Ordoño
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Historiador y periodista
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