La frivolidad de las jóvenes en la imagen, sonriendo con las bayonetas a escasos centímetros de su espalda, encierra más datos de los que parece |
Era una mañana soleada pero algo fresca de septiembre de 1957 en la ciudad de Little Rock (Arkansas, EEUU). Maggie y Betty -nombres supuestos- se dirigían a las manifestaciones convocadas para evitar la entrada de estudiantes negros en su Escuela Central de Secundaria. Como cada día desde que comenzaron las clases se habían arreglado más de la cuenta, en previsión de ser objetivo de los fotógrafos que cubrían las marchas racistas. A Betty la encantaba su vestido estampado con motivos geométricos, uno similar se lo había visto puesto a una actriz de Hollywood. Maggie, en cambio, optó esa mañana por una elegante blusa blanca sin mangas y una falda acampanada, faldas que estaban de moda, también estampada con geometrías que de lejos parecían flores. Llevaba además una rebeca color crema por si refrescaba.
Cuando llegaron a las cercanías de la Escuela Central de Secundaria de Little Rock, donde con otros estudiantes blancos formaban el muro humano que impedía la entrada a los alumnos negros, el obstáculo se lo encontraron ellas. Vieron a unos soldados jóvenes, algunos casi de su edad, que en columna cerrada y a bayoneta calada comenzaba a dispersar al grupo de manifestantes contrarios a la integración. Esta vez no iban a conseguir su objetivo de impedir se cumplieran las nuevas leyes raciales integradoras, nacidas tras la declaración en 1954 de la Corte Suprema de los EEUU que decretó de forma unánime como inconstitucional la segregación en las escuelas públicas.
Veinte días antes, el 4 de septiembre, se había dado el incidente que ha pasado a la historia de la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos como Los nueve de Little Rock. Se conocía la intención de acudir al segregador instituto de la capital de Arkansas de unos jóvenes negros, no llegaban a la decena, el día que se iniciaba el curso 1957-1958, por lo que los medios de comunicación seguirían de cerca este acto de coraje y de justicia de esos estudiantes. La expectación era absoluta, la implicación política también lo era de la mano del gobernador del estado, Orval Faubus. Abusando de su prerrogativa, autorizó a la Guardia Nacional que impidiera el paso de los estudiantes negros a la escuela de secundaria. Su justificación interesada fue ser una medida para garantizar el orden público.
Una de las jóvenes estudiantes de "Los nueve de Little Rock" |
Una mayoría blanca secundó a su gobernador y se movilizó para manifestarse contra los jóvenes, a los que se llegó a increpar con insultos racistas en su camino al instituto. Al final, con la ayuda de los guardias los manifestantes lograron impedir el acceso de esos estudiantes negros a la escuela pública. Al día siguiente ningún alumno negro se atrevió a volver; aunque el revuelo organizado a nivel nacional hizo que un juez federal, Ronald Davies, diese la orden y el ultimátum judicial de permitir la entrada de todo estudiante negro matriculado.
El 20 de septiembre lo volverían a intentar. Ya no estaba la Guardia Nacional, pero la policía local no pudo contener a los cientos de manifestantes que habían seguido alerta esas semanas por si se producían nuevos intentos de entrada de los jóvenes negros a la escuela. Finalmente, evitando males mayores fueron desalojados por una puerta de atrás nada más acceder al centro educativo. El bochorno por la discriminación racista sufrida por esos chicos y chicas llegó hasta Washington. Fue el presidente Eisenhower quien ordenó a la División 101ª del Ejército que tomase el control civil y militar de la ciudad de Little Rock; la Guardia Nacional de Arkansas se pondría a sus órdenes. Garantizando así el acceso de los alumnos negros a la escuela.
Fue eso lo que vivieron Maggie y Betty, con sus carpetas y libros en sus brazos para estudiar en una escuela negada a sus compañeros negros. Sin perder la sonrisa que siempre tuvieron en esas manifestaciones consideradas por ellas un «divertimento social». No podían entender que muchos en el país las vieran como unas niñatas del sur, consentidas y privilegiadas. De toda la vida, en esa ciudad sureña, los blancos y negros habían estudiado por separado. Ni temor ni sofoco por ver las bayonetas tan cerca de sus bonitas ropas. Incluso ha merecido la pena pasar ese supuesto mal trago, pues dos jóvenes y apuestos soldados han devuelto la sonrisa.
© Gustavo Adolfo Ordoño
Historiador y periodista
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