Una supuesta familia rusa en las playas del Levante español |
Durante más de una semana he estado compartiendo arena, sol y Mediterráneo
con una familia rusa. Una familia de nuevos ricos. Desde Tarragona a
Castellón, las playas que suelo escoger para veranear, he podido observar cómo la población
eslava en abundancia forma parte del paisaje ibérico de esa zona del noreste
peninsular. En el caso del sur de Cataluña podrían proclamar la anexión, tal
como han realizado en 2014 con Crimea. Controlan las promociones inmobiliarias y el
comercio mayorista-minorista en algunos sectores, como el de complementos,
zapatos y perfumerías. También son de los turistas más vistosos. Era el caso de
mi objeto de observación en estos últimos días de mis vacaciones de verano.
Cuatro hermosos ejemplares eslavos posaron sus pieles caucásicas a tiro de
mi aficionada agudeza de antropólogo social. El grupo lo componían un padre y
una madre con sus dos hijas. La pareja rondaría los cincuenta años pero lucían
unos cuerpos juveniles y atléticos; él parecía un ex agente de la KGB, fornido,
no muy alto, pero de espaldas tan anchas que parecía medir dos metros; ella
mantenía el cuerpo que tuvo a los veinte años, pues presumía del mismo
estilizado tipo que sus hijas, a no ser por tener las caderas más anchas, única
huella de los dos partos. Y ellas… ¡ellas! Las hijas del ruso servían para
inspirar a nuevos Nabokov en la descripción de Lolita. Bellas y jóvenes hasta
saltarse la Convención de Ginebra ellas solitas en hacer prisioneros con sus
sonrisas y miradas.
En fin, que el ex de la KGB, su señora e hijas, plantaban sus toallas a
escasos metros de mi sombrilla, tumbona, esterillas, bolsas y toallas
(infraestructura playera made in Spain),
pudiendo observar su rutina. La equipación playera era austera, unas meras
toallas, como he comentado; sin embargo, las hijas contaban con las últimas
novedades tecnológicas en tablet y smartphone. Cremas bronceadoras, baños
de sol y de mar. Las jóvenes (rondarían los veinte años) veían películas en sus
aparatos móviles, lo que demuestra que contaban con buena –cara- conexión de
datos (Internet). El ruso controlaba esa pequeña tribu de forma rígida. A su
mujer la regía a base de miradas, a las “niñas” les daba alguna orden escueta,
que me parecían las palabras en clave de un espía.
No exagero el estereotipo de "ruso autócrata" cuando cuento que no les permitía hacer top-less. Por eso, ellas siempre en diminutos bikinis se
afanaban por recortar doblando las telas de los bañadores, dejando entrever de
forma tan sugerente más encantos de los que debían. Hubiese sido mejor que el padre no fuese tan
“ortodoxo” (valga la redundancia) y les dejase mostrar sus pechos al sol
mediterráneo. Aún con ese cínico puritanismo, las chicas (y sus padres)
consiguieron un bronceado perfecto y dorado en menos de tres días; algo que a
mi familia y a mí nos costó una semana estando en las mismas coordenadas
geográficas.
Pero la envidia no era sólo por eso (y por los cuerpazos); el
resquemor sociológico comenzó a picarme por una serie de reflexiones que esa
abundancia de rusos (y otros eslavos) me inspiraron.
Estas reflexiones continúan en próxima entrada…
Nota del autor: no he querido borrar esta entrada, ni hacer grandes cambios en ella, porque creo servir de buen ejemplo de cómo puede cambiar la geopolítica en cuestión de poco tiempo. Este texto servía de "crónica social" en un verano donde era noticia del último lustro el significativo aumento de turistas de origen ruso en las costas españolas. La anexión rusa de Crimea y la guerra del Donbás en 2014 los iba a hacer disminuir hasta casi desaparecer en estos últimos años.
2 Comentarios
Genial. Se ve que el sol mediterráneo te broncea también las neuronas y hace que estés inspirado. Ojalá te lea mientras desayuna Juan José Millás.
ResponderEliminarGracias, Luis. Ahora estoy en la Castilla profunda y debe ser que a los mesetarios no nos permiten tener conexiones buenas para editar, pero prometo continuar la crónica veraniega en breve...un abrazo!
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